martes, 24 de agosto de 2010

Leche chocolatada

Trabajo práctico n°2
Redacción Publicitaria I
1er año- 2009


LECHE CHOCOLATADA
El placer de alimentarse bien creyéndose osado




Para hablar de la leche chocolatada, bebida oscura, espesa y deliciosa, ideal, es necesario primero, referirse al cacao, fruto venerable que en un mundo de ensueños podría ser denominado como “oro castaño”, y ¿por qué no? si estamos en mi sueño, sabría valer más que el oro negro, y que el dorado. Porque en definitiva ¿hay algo más rico en el mundo que el chocolate?



El cacao nació hace miles de años en América. Fue transmitido entre las diferentes civilizaciones. Comenzando por los Olmecas unos mil quinientos años A.C., que se lo transfirieron en herencia a los Mayas. Civilización que explotaría al máximo las propiedades del fruto, a tal punto de comercializarlo con los Aztecas, quienes tenían la creencia de que el chocolate prolongaba indefinidamente la vida. Ellos tuvieron un papel importantísimo en la historia de este fruto. El emperador Moctezuma lo sirvió a Hernán Cortés en el año 1500. Un momento cumbre en la historia del chocolate. La sensación que este brebaje de cacao fundido en agua causó tal excitación en los sentidos del conquistador, que éste supo que debía llevarlo a Europa. Y lo hizo. Desde España no tardó en difundirse al resto del viejo continente. En donde tres siglos más tarde, ya era posible la fabricación a gran escala de masas de chocolate, sólido o líquido. Así, ciertos países como Suiza y Holanda, fueron adquiriendo una exclusiva cultura chocolatera, alterando por siempre sus cultos, convirtiéndose en su actor principal.


Hoy en día, en los días más crudos del invierno, una taza caliente de leche con chocolate a la luz del hogar es un ideal constante en las mentes occidentales, que surgió gracias a la cultura chocolatera de los países nórdicos de Europa.


Actualmente es muy fácil conseguir una taza de leche chocolatada, ya sea bien fría para los días calurosos de verano, o caliente para el invierno. Ni siquiera es necesario comprar barras de chocolate y fundirlas, aunque esta opción no está descartada.


En los mercados y en los quioscos se consiguen saches de leche chocolatada y chocolate en polvo para prepararla a gusto personal, como por ejemplo: Cindor, Lechelita, Angelita, Sandy, Gándara, Milkaut, Nesquick, Ser, Ilolay, Cotar. Disponibles para todos los gustos y preferencias, y en algunos casos, como el de Cindor, con agregados de vitaminas especiales como la B2, B12, A y D que las hacen aún más nutritivas y saludables.


Una taza de leche chocolatada es tan buena para el corazón como una copa de vino tinto, las manzanas o el té. Es beneficiosa para la salud, reduce los riesgos de experimentar coágulos sanguíneos, y tiene un alto porcentaje de antioxidantes. De todas maneras no es aconsejable abusar (a pesar de lo delicioso que pueda llegar a ser).


Tomar una taza de leche chocolatada es saludable tanto física como emocionalmente, ¿a quién no le causó una sensación de placer el agregarle una cucharadita de chocolate a esa tasa de leche agria e insípida, para transformarla en algo mágico? Aún pensando que estaba mal, lo que suele causar aún más satisfacción. Lamento decepcionarlo al decirle que esa cucharadita (o dos o tres para ser sinceros) no era razón para poner esa cara de travesura.


Amalia Alonso.

lunes, 23 de agosto de 2010

Sinfonía Anaranjada

Redacción Publicitaria I
1er cuatrimestre- 2009
Trabajo práctico N°1
Promocionar una naranja desde el sentido: oído



Sinfonía Anaranjada


Hoy compré una naranja, ¿por qué comprar una naranja, si puedo comprar frutillas, ananá, kiwi, hasta un durazno? ¿Por qué comprar algo tan difícil de comer, si podría simplemente comprar una manzana y en el acto hincarle los dientes? Y no lo supe hasta el momento de oírla.


No había entrado a la verdulería cuando me llamo con su voz intensa y a la vez tan apagada. Fue una conexión, un grito de ayuda, un pedido de auxilio. Estaba en el suelo, rodando y rodando, intentando escapar de las manos de un verdulero que corría detrás suyo maldiciéndola sin piedad alguna, desconociendo que ésta podría escuchar sus blasfemias hasta amargarse.

Me agaché y tomé la naranja antes de que cayera a la calle, salvándola de un posible trágico final (en ese momento imaginé el singular sonido de una naranja pisada por un auto, un ruido líquido, el típico “splash” de una historieta) y la compré.


Al llegar a mi casa, la lavé con abundante agua fría para limpiarla bien. Usé mis manos y al pasar fuertemente mis dedos por su superficie, estos hicieron un sonido particular y muy fino, que me recordó a aquellos días en la cancha de básquet, cuando mis zapatillas con suela de goma hacían música cuando corría detrás de esa pelota naranja, naranja como esa fruta que tenía en mis manos, que, de hecho, nada tenía de pelota de básquet.


Cuando terminé de lavarla, le saqué esa cáscara tan vibrante, como la voz de un soprano. Al llegar al interior de esa especie de cápsula protectora, ya no era brillante, era áspera, como una lija, como una voz ronca, como las primeras palabras casi indescifrables de alguien que se acaba de despertar.


Una capa de tan diversos sonidos debía contener algo mágico en su interior. Y así fue, cuando sentí el interior, fue inconfundible, parecido al sonido que me había imaginado un tiempo antes, al salvarla de ser pisada por un auto, un sonido mojado.


Y yo seguí manipulando mi cuchillo, como un caníbal. Despiadadamente pasaba los dientes metálicos del cuchillo por su interior como si ésta no sintiera nada, sus gotas cayendo en el plato no significaban para mi síntoma de dolor alguno, sino algo normal que le sucede a las frutas.

Cuando finalmente me digné a morderla, sentí un verdadero concierto dentro de mi boca. Concebí un placer indefinible cuando sus pequeñas células explotaban y retumbaban en mis oídos como la batería de Charlie Watts, bramaban de tal forma que ensordecieron al resto de mis sentidos. Al morderla una y otra vez, la batería iba cediendo, dando paso a un sonido extraño, que al tragar ese néctar perfecto, al filtrarse por mi garganta, la batería cesó totalmente para darle lugar a un suave solo de guitarra.

Cuando terminé de comerla, descubrí por qué había elegido comprar una naranja, y no una frutilla ni una manzana. Porque ni una ni la otra tenían tantos acordes en su interior, tantas notas diferentes que conviertan el simple hecho de comer una fruta en la conmoción única de sentir una música que es perfecta para mí y para nadie más. Cuando veas una naranja, y te llame, como me llamó a mí, no lo dudes, te habló, y ya la oíste, ahora tomate tu tiempo y escúchala, vas a sentir una sinfonía de sabor.


Amalia Alonso.